Enemigo oculto del hombre

El campo está solo, los hombres dejaron de sembrar y las mujeres tienen miedo de salir de sus hogares. Ya los niños no corren con sus botas de caucho y sus morrales “terciados” a hombros presurosos por llegar a las escuelas, y han abandonado sus juegos entre la inmensidad de la naturaleza, porque un enemigo oculto los ronda muy cerca.
Es igual a un fantasma, todos saben de su presencia pero no pueden verlo, es hábil, sabe camuflarse entre la tierra y ocultarse en objetos simples, llamativos pero inmensamente nocivos. Ha dañado los cultivos, ha desplazado los sueños y marcado el destino de mujeres, hombres y niños.
Las minas anti persona (M.A.P) o municiones sin estallar (M.U.S.E) están creadas con el fin de incapacitar a las personas, de degradar su moral y de hacerlas una carga para la guerra, no tanto de matar. Una MAP es aún más inhumana y vil que el mismo armamento tradicional ya que sus efectos no son por un lapso de tiempo sino para toda la vida. Además, esta situación de minado genera efectos colaterales, tales como el desplazamiento y la pérdida de productividad de las tierras al no poder cultivarlas.

El enemigo oculto es tal vez el más perspicaz e inhumano método de guerra, no busca aniquilar sino mutilar, no busca acabar sino dañar al individuo y hoy debido al conflicto armado que se presenta en nuestro país, llega a recordarnos que en Colombia las víctimas de la guerra no son únicamente los secuestrados.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

La reportería gráfica .David Rieff


 El hijo de la famosa fotógrafa, Susan Sontag, David Rieff, y su reflexión del libro de su madre.


acontinuación un aparte de este documento...



Mi madre era una entusiasta. A pesar de su temperamento melancólico, tenía una curiosidad febril: de libros nuevos, música, espectáculos, exposiciones, incluyendo exposiciones de fotografía. También visitaba museos en forma asidua. Asimismo era una viajera intrépida, aspecto que se revela más que todo en sus dos últimas novelas, El amante del volcán y En América, aunque su disposición peregrina ya es discernible, me parece, en el segundo de sus libros dedicados a la fotografía, Ante el dolor de los demás. ¿Pueden la melancolía y la avidez coincidir al tiempo en una misma persona? Lo pregunto porque mi madre fue, hasta el final de sus días, una mujer sedienta de nuevas experiencias, amistades, retazos de información y —como quizá ella misma lo hubiera pensado, aunque jamás lo hubiera puesto en esos términos— de nuevos encuentros con lo sublime. Es una combinación rara. Hay algo más que una pizca de anorexia social en la manera como el melancólico suele rehuir la experiencia o, digamos, en que suele entender la experiencia como un agotamiento antes que como un incidente capaz de potenciarnos o fortalecernos. Pero para mi madre la novedad fue siempre una especie de muralla que levantó para protegerse de la melancolía contra la que luchó toda su vida, tal cual lo debería destacar cualquier lectura inteligente de su obra.
Ella fue, de cualquier modo, casi una viajera “profesional”. En los cuadernos de apuntes que llenó durante la década de los sesenta como escritora en ciernes, las contracubiertas están llenas de frecuentes registros sobre la naturaleza intencionalmente peripatética de su vida. Sin embargo, aparte de Cuba, mi madre viajó poco por América Latina (y su activismo en contra del encarcelamiento del poeta disidente Heberto Padilla, que contribuyó a cristalizar sus crecientes dudas sobre un régimen que antes había respaldado, la convirtió, en efecto, en persona non grata en La Habana desde mediados de los años setenta). Ahora bien, en lo que concierne a Colombia y a Bogotá, su primera visita tuvo lugar tarde en su vida. Pero recuerdo muy bien cómo al regresar a Nueva York estaba llena de entusiasmo por Bogotá, sobre todo por lo que llamó la “gallardía” de la vida intelectual, dadas las condiciones en las que ustedes aquí viven y trabajan. La razón para usar el término gallardía será, desde luego, obvia para ustedes, si bien cabe recordar que ella no era dada a la hipérbole.
 
Déjenme empezar por decir lo muy agradecido que estoy de haber sido invitado a dar esta charla aquí. Agradecido y falto de mérito suficiente. Cualquier periodista que haya trabajado, como lo he hecho yo, en zonas de guerra y en campos de refugiados habrá tenido que reflexionar sobre la naturaleza de la fotografía de guerra. La razón obvia para esto, en el nivel más profundo, es que los escritores y los reporteros gráficos se enfrentan en esencia a la misma cosa: van tras la misma historia, intentan capturarla, entenderla. Luego buscan también presentarla, ya sea a través de palabras o imágenes, de manera que la historia sea no sólo legible sino, en el mejor de los casos, mucho más que eso, para un público que no experimenta de primera mano las... bueno, llamémoslas “las realidades” —cualquier otro término resultaría probablemente demasiado enfático— de una Ruanda, una Bosnia, un Afganistán, un Irak o —y me perdonarán que lo ponga de manera tan cruda— una Colombia.
 
Espero que no infieran de lo dicho que yo creo que tanto los periodistas como los reporteros gráficos pueden llegar a comprender, mucho menos a comunicar con eficacia, algo más que un rincón de la realidad. La verdad, igual que la objetividad, es un objetivo mucho antes que una realidad. Sería ridículo pensar que es posible alcanzarla. Sin embargo, el concepto es indispensable porque si no creemos que es posible ser objetivos y veraces, entonces el periodista terminará por convertirse en un simple abanderado, en un actor político. Y sospecho que ustedes, en este auditorio, conocen mejor que yo los riesgos morales y las consecuencias que puede implicar lo anterior. Después de todo, se trata de una lección que la gente en América Latina ha aprendido a las malas.
 
Incluso en nuestro rinconcito de realidad, los periodistas y los reporteros gráficos nos aproximamos a las historias con imperativos muy distintos. El fotógrafo debe acercarse tanto como le sea posible a la acción, debe ir hasta la línea de combate, mientras que el reportero a secas no requiere de tanta intrepidez. El trabajo del fotógrafo tiene mucha más autoridad que el del reportero, ya que se le considera un registro literal de la realidad ocurrida y no una mera aproximación a ella por medio de las palabras. Mi madre meditó extensamente sobre este asunto de la mayor autoridad de la fotografía sobre la palabra en su libro Sobre la fotografía, y en muy buena medida el libro pone en entredicho las nociones convencionales de esa ideología —y para mi madre se trataba de una ideología, antes incluso que de un hecho—, como pone en duda la singular autenticidad y la inexpugnable pretensión de ser reflejo de la realidad que ha acompañado a la práctica fotográfica desde los días de Fox-Talbot y de Nadar.
 
Mi madre lo planteó de la siguiente manera: “... si bien una pintura o una descripción en prosa jamás podrán ser más que una estrecha interp retación selectiva, una fotografía puede considerarse como una estrecha transparencia selectiva”. Para comunicar mejor el problema, el ejemplo que le gustaba dar consistía en una pregunta retórica que formulaba así: “¿Qué preferiríamos tener: un gran retrato de Shakespeare o una fotografía de Shakespeare?”.
 
Y, sin embargo, paradójicamente, el trabajo del reportero gráfico de guerra puede parecer desprovisto de significado específico si no va acompañado del contexto que le otorga algún tipo de escrito. Cierto, puede tratarse de algo tan breve como un titular o tan extenso como un prolongado prefacio o tan detallado como un esmerado pie de foto. Pero tiene que estar ahí, si lo que se pretende es informar sobre un suceso específico, en un lugar específico, a una hora específica, antes que pretender convertirse en emblema de algún aspecto universal de la condición humana presentada como generalidad, como parte, si se quiere, de “La familia humana”, para aludir al título (y, si a ello vamos, al ethos que había detrás) de la famosa exposición de Edward Steichen, en 1955, que mi madre disecciona de forma ten severa enSobre la fotografía.

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